Eduardo Vega, un autista económicamente activo
“Yo he visto niños como él en Inglaterra. Eso se llama autismo infantil”. Estas fueron las palabras que terminaron con el vía crucis que en los primeros seis años de vida de su hijo Eduardo, habían mantenido José Vega y su esposa, Edith, por consultorios de psicólogos, psiquiatras y neurólogos.
A diferencia de muchos padres que rememoran ese momento como uno de angustia o una sensación de caída al vacío, Edith asegura que sintió “un poquito de alivio” porque para ellos hubiese sido peor seguir con la incertidumbre de no saber qué tenía su hijo.
Eduardo nació en 1964, cuando en Panamá la palabra autismo no era parte del vocabulario de los médicos locales, y en las instituciones públicas de salud no había preparación para la atención de lo que hoy se sabe que es un síndrome que afecta más a hombres que a mujeres (una relación de 4 a 1) y que requiere de una atención multidisciplinaria temprana porque afecta las áreas de comunicación, interacción social e imaginación.
Por ello no es extraño que aunque los padres de Eduardo se dieron cuenta de que su hijo era diferente cuando tenía unos seis meses y le hicieron la observación al pediatra, fue años más tarde, cuando acudieron a una neuróloga española que había ido a especializarse en Inglaterra, que su certeza fue confirmada por un profesional.
Los primeros años
“Qué le ven ustedes, él es normal, lo que sucede es que lo comparan con el otro [su hijo mayor]”, les dijo el pediatra. “Lo que pasa es que cuando yo llego a la casa él no se ríe conmigo, él no se pone contento, y los niños, cuando la mamá llega, siempre se ponen contentos”, le contestó Edith. Ella, sin saber, estaba detallando rasgos que caracterizan a los niños que, como su hijo, presentan esta condición -de la cual no se sabe aún la causa, aunque ya se han encontrado genes relacionados con ella-: poca o nula interacción social, desapego a los padres, ausencia de contacto visual y lenguaje corporal o respuesta a estímulos.
Lo mismo le dijeron a todo el que consultaban… y aunque, a veces, obtuvieron diagnósticos, sabían que no habían encontrado el que respondía a lo que presentaba su hijo.
A los tres años, narra Edith, ya era más evidente el problema. Eduardo “no hablaba, tenía conductas bizarras, hacía rabietas delante de todo el mundo y no había forma de que uno se las controlara”. En ese momento, reconoce, no sabían adónde llevarlo.
El padre de Eduardo, José, recuerda que en aquel tiempo había “una casilla” donde encajaban a la gente que no cabía en ningún lado, por lo que después de practicarle encefalogramas y hacerle otro tipo de pruebas, un neurólogo les dijo: “tiene una disfunción cerebral mínima”. Así, recorrieron los despachos de más y más especialistas. No oye, les dijeron –ellos sabían que no era cierto-, pero la palabra autismo nadie la mencionaba; hasta que llegaron donde la doctora María Iriarte de Arias (española que se había ido a especializar a Inglaterra), a quien descubrieron en un anuncio en el periódico, y decidieron probar suerte.
“Ella me prestó un libro donde describían el autismo, y allí estaba Eduardo retratado”, enfatizó.
A trabajar
Desde ese momento, los esposos Vega se dedicaron a investigar qué era el autismo. Mientras, en el consultorio de la doctora Iriarte de Arias, Eduardo recibía terapia con una maestra de enseñanza especial argentina a quien la doctora daba las instrucciones. Allí estuvieron asistiendo durante dos años.
“Tuvo cambios pero llegó un momento en que se estacionó, no avanzaba. Ya estaba grandecito y la maestra no podía disciplinarlo porque tenía mucha fuerza”, relató Edith.
Decidieron entonces llevarlo donde el psicólogo Pablo Thalassinos, quien aplicaba la modificación de conducta con refuerzos. Al mismo tiempo lo llevaban donde una psiquiatra al Hospital del Niño. José reconoce que con Thalassinos, Eduardo también avanzó, no obstante, es con el maestro de educación especial Luis León –quien atendía en un aula especial del IPHE en la Escuela Japón- y de quien supieron a través de una amiga, que se abrió la puerta para el desarrollo que alcanzó Eduardo.
León logró domar el carácter del niño, entonces de unos nueve años, y poco a poco enseñarle de manera formal a leer, así como conceptos matemáticos que sentaron las bases para que, por sí solo, más adelante aprendiera álgebra, trigonometría y cálculo, y desarrollara habilidades para preparar cuadros en programas de computación.
¿Qué le dirían a un padre que está comenzando a vivir todo lo que usted ya superó?
José: “Yo lo resumo en una frase que no es mía, pero que la leí hace mucho tiempo de un presidente de una asociación de padres de niños autistas en EU: La mano que más te puede ayudar es la que está al final de tu propio brazo. Los padres se ven como ignorantes del problema y quieren que otro, que se supone sabe, lo resuelva. Es comprensible, pero es que el niño vive con los padres”.
Edith: “Yo le diría que para poder conseguir avances hay que involucrarse de lleno toda la familia y no ponerse expectativas muy altas, sino plazos cortos, cosa que consiga éxito y eso le sirva de refuerzo a usted también para seguir adelante porque es un trabajo muy difícil”.